En su casa de Viedma ella atesora recuerdos; incluso, objetos del naufragio que se conservan como entonces. Entre fotos en blanco y negro, tazas de porcelana, masitas y cajas forradas sobre una mesa con mantel de hule, ella cuenta la historia de su abuelo.
El joven Pedro Hansen Kruuse era el carpintero del clipper de 400 toneladas llamado Cóndor. A fines del siglo XIX había sido contratado para transportar champagne francés desde el puerto de Hamburgo hasta la costa oeste de los Estados Unidos, siguiendo la ruta del Cabo de Hornos, el desafío más grande para los marineros de la época.
El motovelero tripulado por John Haveman naufragó en las restingas de la playa lindera al lugar donde hoy se encuentra el faro de Río Negro, la luminaria del mar patagónico más antigua.
Muy cerca de allí se habían radicado los Martensen, inmigrantes daneses. Pedro Martensen había elegido las costas patagónicas luego de recorrer la zona como fotógrafo de la campaña al desierto de Julio A. Roca. Cuando aquel 26 de diciembre de 1881 salió a mirar el horizonte, a lo lejos divisó un barco que traía el emblema de los mares de su patria. Decidió entonces enviarles una señal de confianza e izó la bandera de Dinamarca como bienvenida.
Martensen no sabía que el Cóndor naufragaba. Su gesto resultó la salvación. Los tripulantes, que temían ser recibidos por antropófagos salvajes, no podían creer que los esperara en tierra un danés como ellos. “Nadie los comió, sólo los perros los chumbaron”, ríe Nydia.
“Eran más o menos 15 tripulantes y se salvaron casi todos, salvo un grumete que se entusiasmó con la bebida y no pudo llegar a la costa. Ellos sabían que estaban en algún lugar de América del Sur, pero no tenían una mínima noción de con qué se iban a encontrar. Todos siguieron viaje salvo mi abuelo, que cambió el verde de los dólares que lo esperaban en California –donde estaba el resto de su familia, bien instalada con una incipiente empresa naviera–, por el verde de las pampas”, prosigue.
El viejo Martensen era el padre de cuatro hijos, dos varones y dos niñas. La mayor fue la que encandiló a Pedro Kruuse, María Manuela, que en las fotos se ve con el mismo verde imposible de los ojos de Nydia y de su abuelo. Cuando la conoció, ella tenía 15 años y él 19, que contaban como muchos más por sus aventuras previas en los mares del mundo. “Mi abuelo decidió quedarse y esperarla. Recién después de tres años los casó el pastor Humble, otro personaje de acá, médico”, recuerda.
Nydia los recuerda como unos abuelos adorables. Él fue lanchero, carpintero, instalador de molinos, alambrador. Ella tuvo 13 partos, pero no vivieron todos sus hijos. Quedaron Juan, Arnoldo, Arturo (famoso corredor de autos), Emilio (primer maestro recibido en Patagonia), Jorge, Dagmar, Elizabeth (su mamá), Hilda y Helena.
Hay otra historia menos romántica de la fundación del primer balneario de la Patagonia Norte, que responde al nombre que alguna vez tuvo este lugar en algunos mapas: Jacinto Massini.
Proveniente de Rimini, Italia, Massini llegó a Viedma como laico para contribuir en la Obra de Don Bosco. Como primer farmacéutico de la hoy ciudad trabajó en el hospital San José junto al sacerdote “doctor” Evasio Garrone y al primer beato de la Patagonia, Don Artémides Zatti.
Así lo cuenta Pedro Pesatti en Histarmar, portal de historia de arqueología marina: “El mar lo fascinaba. A partir de 1913 comienza a bregar para habilitar el libre acceso a las playas de nuestro balneario. No son pocas las penurias que le tocan transitar, incluso ante la justicia, por las denuncias de la que es objeto por parte del propietario que tenía el dominio de las tierras frente a las playas. Aquel hombre no aceptaba ni remotamente la posibilidad de franquear el paso de los vecinos que quisieran disfrutar del océano. Sin embargo, Massini jamás se dio por vencido ni pudo aceptar que una tranquera pudiera constituir un obstáculo para impedir que la gente pudiera tomar baños de salud”.
El 22 de junio de 1920 la gobernación de Río Negro le otorgó el primer permiso de construcción en uno de los lotes de la naciente villa veraniega. Hasta la mitad del siglo XX el balneario llevó su nombre. El 29 de diciembre de 1948 el gobernador Montenegro cambió el nombre y le dio el nombre de El Cóndor.
A 30 km de Viedma, en la actualidad el balneario conserva la austeridad salvaje que guarda el encanto de la aventura patagónica. Resulta perfecto para caminar por la playa y observar la mayor colonia de loros barranqueros del mundo, entre otras cientos de aves. Cada tarde, el cielo se tiñe de azul, rojo, verde y amarillo por las grandes bandadas que vuelan hacia sus cuevitas cavadas en las rocas de los acantilados eternos.
En verano se puede surfear, realizar kitesurf o parapente y hasta carrovelismo en cualquiera de las playas del inicio del Corredor Costero Patagónico, 200 km desde El Cóndor hasta Las Grutas. O comer mariscos frescos deliciosos en refugios sin pretensiones como Antony Marisquería, frente a la costa.